Hacerle la paz al hambre
Autor: Frederick Livingston
Traducido al español por Gilma Cristina Sánchez Cossio
Siempre ha habido suficiente. Ahí radica la tragedia de un mundo donde casi mil millones de personas pasan hambre, mientras que el doble de esa cantidad sufre las consecuencias para la salud de la sobrenutrición (Popkin, 2017). A pesar de siglos de predicciones de hambruna, la producción de alimentos ha seguido superando el crecimiento de la población, pero la brecha entre los que tienen acceso y los que no solo se ha ampliado. El simple aumento de la producción de alimentos no curará esta herida. Solo un cuestionamiento fundamental en la forma en que vemos el mundo producirá el cambio necesario para evitar una catástrofe social y ambiental (Dragon-Smith 2020). Debemos dejar ir mucho de lo que no necesitamos, mientras nos aferramos con más fuerza a lo que realmente sí.
La alimentación de la población mundial de 2050 se plantea a menudo como el problema por excelencia al que se enfrenta el futuro de la seguridad alimentaria. Aquí es cuando la ONU predice que la población mundial alcanzará un máximo de alrededor de 10 mil millones de seres humanos (ONU, 2017), lo que generará alarmas en un mundo que ya no se alimenta a sí mismo en medio de la desigualdad social, la degradación generalizada del suelo, la escasez de agua y la creciente presión de la inestabilidad climática.
Las prácticas de la industria agrícola moderna son la fuente de algunos de los impactos más dañinos que los humanos tienen en el planeta, ya que representan el 30% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, el 80% de toda la deforestación y el 70% del consumo mundial de agua dulce (Fanzo & Herrero, 2019) . El cambio climático ya está haciendo que los rendimientos de los cultivos sean menos confiables e incluso menos nutritivos (Shield, 2018), y solo se anticipan mayores impactos en el futuro previsible. Es más, en realidad hemos estado perdiendo terreno hacia el objetivo de las Naciones Unidas de acabar con el hambre en el mundo (FAO et al. 2019), a pesar del supuesto común de progreso.
En las próximas décadas, solo podemos esperar eventos climáticos más extremos, pandemias, trastornos sociales y nuevos problemas que sin duda surgirán con el tiempo. En este sentido, la tarea de alimentar a más personas en un paisaje cada vez más degradado puede parecer imposible. Sin embargo, antes de perder la esperanza, es importante recordar el camino que nos llevó a este momento de la historia.
Revoluciones verde y roja
De cara a los pronósticos de hambruna global, la respuesta tradicional de las potencias occidentales, principalmente Europa y Estados Unidos, ha sido aumentar la producción. Hoy esto parece intuitivamente correcto: el aumento de la demanda debe satisfacerse con el aumento de la oferta. Y, sin embargo, este paradigma es relativamente nuevo.
Tras la Segunda Guerra Mundial, las potencias occidentales victoriosas se enfrentaron a un repentino exceso de capacidad industrial. Las fábricas que producían armas químicas para el esfuerzo bélico ahora estaban vacías. Hasta este punto, el paradigma dominante que los agricultores europeos usaban para describir su rol era el de un médico: promover la salud de sus fincas a través de la atención y el cuidado (Perfecto et al., 2009).
Después de dos guerras mundiales, esta metáfora comenzó a cambiar para ver desafíos como las deficiencias de nutrientes y las plagas como "enemigos" que deben ser conquistados. Armadas con la confianza de la supremacía militar y enormes recursos tecnológicos, las potencias occidentales reutilizaron el nitrógeno utilizado en la fabricación de bombas como fertilizante y las armas químicas como pesticidas. Los científicos eventualmente agruparon estas tecnologías como un paquete interdependiente: cultivos capaces de rendimientos increíbles en condiciones de altos insumos y riego. Así nació la revolución verde.
Simultáneamente a esta revolución en la agricultura, los poderes comunistas crecían en todo el mundo. Si bien la revolución verde generalmente se asocia con el color de las plantas o el dinero, el nombre surgió en gran medida como respuesta a la amenaza de la emergente “revolución roja” (Perfecto et al., 2009). Esta ideología en competencia consideraba que el hambre no era principalmente de producción, sino de acceso.
Los presidentes Mao y Lenin son conocidos por su reorganización forzada del trabajo en cooperativas campesinas romantizadas que finalmente disminuyeron la productividad de la tierra. En un esfuerzo desesperado por mantener las apariencias y demostrar la superioridad de su sistema político, gran parte de la producción agrícola de Rusia y China se exportó a otros países mientras la gente dentro de los países pasaba hambre (Standage, 2010). Esto es típico de cómo ocurre el hambre en el mundo moderno: incluso durante la famosa hambruna irlandesa de la papa, Irlanda mantuvo un excedente de alimentos que exportó a su amo colonial, Inglaterra (Lappe, 1998).
El modelo económico del "Segundo Mundo" comunista no era simplemente un desacuerdo filosófico con el "Primer Mundo" capitalista, ellos estaban en competencia directa por los recursos y el acceso al mercado en los países no reclamados del "Tercer Mundo". Para que estas economías industriales se sostengan por sí mismas, deben crecer, y el crecimiento requiere un acceso continuo a nuevos mercados.
Si bien la "guerra fría" se describe generalmente como un enfrentamiento incruenta entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, las guerras físicas por las lealtades ideológicas necesarias para garantizar el acceso comercial se libraron en todo el Tercer Mundo, desde el sudeste asiático hasta América Latina, el Medio Oriente y más allá (Galeano, 1971). Por esta razón, la “revolución verde” no fue vista como un complemento de las reformas agrarias organizadas por los campesinos en los países de tendencia comunista, sino como un anuncio de la respuesta capitalista a la seguridad alimentaria.
El resultado ha sido incrementos fabulosos en la producción total de alimentos, como nunca imaginó Thomas Malthus, quien predijo en el siglo XVIII que el crecimiento lineal de la agricultura conduciría a una hambruna generalizada en el futuro. A pesar de esta productividad sin precedentes, el mundo actualmente no proporciona una nutrición adecuada a más de mil millones de personas (Friel y Ford, 2015), cerca de la población mundial total en el momento de los escritos de Malthus. Esto se debe a que producir alimentos para los mercados no es lo mismo que alimentar a las personas.
Alimentar a la gente
Aproximadamente un tercio de la producción mundial de alimentos simplemente se desperdicia. En los Estados Unidos, este número llega al 40%, principalmente por alimentos que se tiran después de que llegan al consumidor. En la mayor parte del sur global, estos desechos provienen de un almacenamiento insuficiente o de la falta de infraestructura de transporte.
Una cantidad significativa de alimentos cultivados en el mundo ni siquiera se cosecha, ya sea porque un exceso de oferta ha hecho que la cosecha no sea rentable para pagar a los trabajadores para que la recojan o porque la apariencia imperfecta de una verdura no cumple con los estrictos estándares cosméticos de la tienda de comestibles (Wozniacka, 2019).
Al menos otro tercio de la producción mundial de alimentos se destina al ganado (Fry, 2016), que pierde al menos el 90% de la energía que consumen a través de su metabolismo. Además, la producción mundial de etanol, que aumentó a más de 29 mil millones de galones en 2019, sería suficiente para alimentar a más de mil millones de personas adicionales si esos cultivos se usaran como alimento en lugar de combustible (Albino et al., 2012).
Rectificar solo uno de estos tres factores sería suficiente para alimentar a todas las personas que padecen hambre hoy en día. Cambiar los tres nos permitiría alimentar a la población mundial en 2050 sin la expansión de las tierras agrícolas o el avance tecnológico necesario.
Aunque se reconoce ampliamente que el modelo dominante de agricultura industrial ha llegado a su límite (FAO, 2018) y se ha demostrado repetidamente que promueve la seguridad alimentaria de manera menos efectiva que la agricultura orgánica diversificada (Altieri, 2012), muchos aún asumen que es nuestra única opción viable.
La mayoría de los defensores de la agricultura industrial proponen una duplicación con nuevas tecnologías como el aumento de la automatización de las granjas, la ingeniería de nuevos cultivos "climáticamente inteligentes" resistentes a la sequía (Taylor, 2018) o simplemente alentar a más países del sur global a producir más de los productos básicos que requerimos aumentando aún más los insumos petroquímicos. Si bien el discurso occidental a menudo equipara la eficiencia con el progreso, es crucial comprender que hacer que un sistema destructivo sea más eficiente solo aumenta el daño (Jackson, 2009).
Cuando se inventó la motosierra, los madereros podían talar un árbol mucho más rápido que nunca. Esta tecnología que ahorra tiempo no resultó en más tiempo libre para los leñadores. Por el contrario, ha tenido como resultado la rápida expansión de la industria maderera en bosques que antes eran inaccesibles. Esto es igualmente cierto en la agricultura industrial. Aumentar la eficiencia de un sistema que está diseñado para extraer la vitalidad de la tierra solo reducirá la cantidad de años hasta que nuestro planeta ya no pueda producir alimentos. Hacerle la guerra al hambre nunca puede producir la paz.
De hecho, las prácticas agrícolas industriales actuales solo pueden seguir siendo competitivas a través de un equilibrio precario de fuerzas globales, incluidos los subsidios agrícolas que permiten a los agricultores del primer mundo vender cultivos con pérdidas, el precio impago de la erosión del suelo, el agotamiento de las aguas subterráneas y las graves consecuencias de los combustibles fósiles utilizados en la fertilización, control de plagas, maquinaria agrícola, transporte, refrigeración y envasado de alimentos, sin olvidar los subsidios directos a estos combustibles fósiles.
Los presupuestos militares de las naciones del primer mundo también pueden verse como un subsidio indirecto a la agricultura industrial, que no podría existir sin la influencia política para imponer políticas neoliberales a los países del tercer mundo con el fin de garantizar un suministro estable de recursos y acceso al mercado (Rosset, 2006). Con todos estos costos contabilizados, la agricultura industrial puede verse con mayor precisión como uno de los medios de producción de alimentos más costosos jamás inventados.
Afortunadamente, existen muchas alternativas. En todo el mundo y durante miles de años, las culturas han encontrado formas de cultivar alimentos que no destruyen la tierra de la que dependen. Los modelos exactos que utiliza una comunidad surgirán de una conversación con la tierra que habita, pero algunos de los ejemplos modernos más prometedores incluyen la agroecología, la permacultura y la agricultura biointensiva.
El cambio fundamental que encarnan estos enfoques, del que depende nuestro éxito como especie, es de una batalla por la respuesta global única hacia la proliferación de soluciones apropiadas a nivel local. Aunque el primer y el segundo mundo se veían mutuamente como extremos opuestos, es en última instancia su visión compartida de la supremacía ideológica lo que los puso en conflicto.
¿Cómo se ve "la solución de nadie"?
Antes de que podamos alimentar el futuro, primero debemos reconocer los males modernos de la agricultura no como un enjambre de coincidencias desafortunadas, sino como síntomas de una cosmovisión enferma. Al centrar la alimentación como un derecho humano, partimos de un lugar al que nunca llegará una economía de mercado mediante la extracción y el comercio.
Cuando reconocemos los abundantes recursos del mundo como regalos preciosos, podemos comenzar a comprender la responsabilidad inseparable de esa generosidad. Poner la gratitud como la base de un nuevo sistema alimentario no es solo un sentimentalismo, sino una estrategia de adaptación probada por el tiempo que ha permitido que las culturas indígenas de todo el mundo se sostengan durante la gran mayoría de la historia de la humanidad (Kimmerer, 2013). Esto no requiere un pensamiento mágico, es simplemente cierto que las culturas que viven en desequilibrio con sus entornos no perduraron (Diamond, 2004).
Existen medios específicos para hacerle la paz al hambre a lo largo de un compromiso continuo. Las pequeñas acciones personales, como comer menos productos animales o comprar en los mercados de agricultores locales, no serán suficientes para crear el cambio a nivel de sistema necesario por sí mismas. Sin embargo, estas pequeñas contribuciones pueden desempeñar un papel importante en el aumento de la conciencia y el impulso de movimientos más grandes.
Una de las mejores formas en que las comunidades pueden construir sistemas alimentarios más justos desde el punto de vista ambiental y social es producir más alimentos a nivel local. Cuanto más nos acerquemos a nuestro círculo comercial, más poder tendremos para alinear nuestras elecciones con nuestros valores (Raynolds, 2000).
Para algunas personas, esto puede significar renunciar a los lujos cultivados por mano de obra explotada y enviados de todo el mundo o aprender más sobre las plantas locales que cumplen funciones nutricionales, medicinales y culturales similares. Las comunidades y las instituciones educativas pueden hacer mucho para volver a aprender muchas de las habilidades que se han erosionado durante el siglo pasado. La jardinería ya es parte del plan de estudios en muchas escuelas, pero esto podría ampliarse enormemente hasta el punto de que la comida ya no sea algo misterioso que viene en paquetes de la tienda. Empoderar a más personas para que cultiven alimentos localmente se trata tanto de internalizar los costos de producción como de abordar las cuestiones fundamentales de nuestra alienación con la fuente misma de nuestro sustento.
La comida tiene tanto que ver con la nutrición como con la ecología y la cultura, por lo que las reformas más duraderas de nuestros sistemas alimentarios serán aquellas que apoyen el deseo humano de paz y prosperidad con tantas ramas diferentes como sea posible.
A nivel nacional, las políticas comerciales se pueden reformar para fortalecer las economías y los ecosistemas locales, en lugar de vender nuestra seguridad al mejor postor. Los subsidios que se utilizan actualmente para apuntalar la agricultura industrial pueden dirigirse hacia métodos más sostenibles hasta el punto de que la agricultura de bajo impacto se convierta en la única opción económicamente sensata. Este es un medio mucho más progresivo de cambiar los hábitos de los consumidores que culpar a cada individuo por votar mal con su dinero, dada la naturaleza deliberadamente oscura de las cadenas de suministro de alimentos (Jaffe, 2006) y las barreras muy reales para acceder a alimentos saludables en las comunidades de bajos ingresos.
Actualmente, los agricultores que desean hacer la transición a métodos orgánicos son penalizados con tarifas de certificación que a menudo resultan prohibitivas en cuanto a costos. Revertir esto para que los agricultores sean penalizados por degradar la tierra sería un conjunto bastante sencillo de reformas regulatorias, aunque enormemente amenazadoras para los productores industriales de alimentos. Con las emisiones de carbono debidamente contabilizadas, los agricultores naturalmente cambiarán hacia técnicas que capturan carbono y les otorguen créditos, en lugar de continuar con las prácticas contaminantes actuales que incurrirían en altas sanciones.
A escala mundial, los sistemas alimentarios pueden reformarse para aumentar la resiliencia por encima de las ganancias. Los presupuestos militares de los países ricos pueden invertirse en la paz mediante la distribución de esos fondos a los países de los que se han expropiado mano de obra y recursos en los últimos siglos. Esto ayudará a que gran parte del sur global desarrolle movimientos de soberanía alimentaria que mitigarán futuras crisis causadas por el hambre, la migración masiva, los conflictos y otros síntomas de escasez.
Estas reformas no son separables ni compiten por la voluntad política, son anillos concéntricos de cambio que serán necesarios para escalar reformas a nivel individual, local y global. Como nos ha demostrado el colapso del comunismo, la distribución no puede resolver el hambre si no hay suficiente para todos. El fracaso paralelo del capitalismo ha demostrado de manera similar que la producción no puede equipararse a la nutrición cuando no se comparte. Superponga estos tonos de rojo y verde y obtendrá marrón: el color del suelo debajo de nosotros. Ahí es donde comienzan las respuestas, donde crecerán los sistemas alimentarios justos y resilientes.
Seguramente los nuevos descubrimientos resultarán útiles a lo largo de nuestro camino de transición, pero si nos basamos en la verdad de la abundancia, no necesitamos esperar al próximo avance para dar nuestros próximos pasos. O elegimos continuar por un camino de guerra que ya ha demostrado ser destructivo y cruel, o nos enfrentamos a la incómoda realidad de un mundo en el que la escasez y el exceso han crecido al unísono.
Entonces podemos empezar a hacernos diferentes preguntas sobre aquello sin lo que realmente no podemos vivir y a lo que simplemente nos hemos acostumbrado. Tenemos toda la información y las herramientas necesarias para deconstruir los sistemas alimentarios globalizados y construir algo que se parezca más al mundo que queremos que habiten nuestros niños. La diferencia entre el hambre mundial continua o la posibilidad de abundancia será simplemente una cuestión de nuestro apetito por el cambio.
Lista de Referencias
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Biografía del autor
Frederick Livingston estudió Ciencias Ambientales en Huxley College of the Environment en el estado de Washington. Recientemente se graduó de la Universidad para la Paz con una Maestría en Medio Ambiente, Desarrollo y Paz, con especialización en Sistemas Alimentarios Sostenibles. Su trabajo internacional en el desarrollo comunitario y la educación experiencial le ha demostrado cuán interconectadas están todas nuestras vidas y desafíos. Ha encontrado la agricultura regenerativa como un puente entre sus pasiones por la justicia ambiental y social, al cultivar relaciones saludables entre las comunidades humanas y ecológicas. Actualmente, trabaja en el norte de California como profesor e investigador del método biointensivo de agricultura, impulsando la reforma agrícola global al apoyar la soberanía alimentaria en comunidades de todo el mundo.